La geografía
suena
Concierto de
la Orquesta Sinfónica Nacional
30 de
noviembre y 1 de diciembre de 2022
Centro Sinfónico,
La Paz
Un concierto monográfico
dedicado a un compositor emblemático del presente y de la historia de un país
es más que un homenaje. Primero, es un acto de agradecimiento por una vida de
creación musical. Segundo, es un acto colectivo de expiación por la ingratitud,
por el descuido pertinaz y por las oportunidades y estructuras de trabajo
que colectivamente el sistema le ha mezquinado y que podrían haberle permitido al
compositor desplegar mucho más de su gran potencial. Tercero, es un acto de
reflexión y reflejo en el que un país contempla su propia imagen en el espejo de
una obra musical (obra en el sentido genérico, oeuvre). Sólo en cuarto
lugar se sitúa el halago al veterano artista, quien, por lo que conozco de su
personalidad, vislumbro que recibe este halago con el afecto generoso y
sencillo de quien acepta un tributo que le corresponde por derecho desde tiempo
atrás, perdonándonos la mora con indulgencia.
El compositor en
cuestión es Alberto Villalpando. La persona a quien debemos el haber hecho
posible el agradecimiento, expiación, reflexión y tributo es Weimar Arancibia,
actual director general de la Orquesta Sinfónica Nacional. Es suyo el mérito de
haber propiciado esta ocasión, tarde pero aún a tiempo, dándole un lugar de
honor cerca del cierre de su temporada 2022, y reclutando a un director –
Cergio Prudencio – que, por antecedentes y trayectoria, era el más idóneo para
conducir el programa.
La lucha de
Villalpando ha sido larga, solitaria y en gran medida incomprendida. Digo “lucha”
porque toda carrera musical lo es, y lo es con particular crudeza cuando el que
lucha es boliviano, sea en su tierra o afuera. Sólo ahora, en los últimos años, se
ha visto un surgimiento de interés más generalizado, según se ve en las
publicaciones (como el estudio de Luis Moya Invenciones sobre
la sonoridad andina: Estudio patrimonial sobre el pensamiento estético musical
de Alberto Villalpando), según
se ve en los encargos (como el Concierto para piano y orquesta de cámara que le
encargara Ana-María Vera en 2015) y según se ve en una presencia más frecuente
de música de Villalpando en ejecuciones y eventos de diversa índole.
El concierto que
presentó la Orquesta Sinfónica Nacional el 30 de noviembre, repetido la noche
siguiente, estuvo precedido durante el día de coloquios y soliloquios de
compositores que, a juzgar por sus títulos y participantes, parecen haber sido de
lo más interesantes. Yo no logré presenciarlos, por lo cual debo
lamentar que estas líneas no se beneficien de los esclarecimientos que allí se
oyeron. Sólo puedo referirme al concierto y a las obras que en él se tocaron. Mis
apreciaciones podrán servir para ser complementadas y mejoradas por algún otro
comentarista que conozca el trasfondo teórico que se discutió en los coloquios.
La geografía
suena es el rótulo genérico
que se le dio al programa. La frase es fácil de relacionar con Villalpando; la
escribió él mismo en 1992, la citó Sebastián Zuleta en 2014 y desde mucho antes
Villalpando viene declarando su conexión con el paisaje altiplánico y su
aspiración creativa de plasmar musicalmente las implicaciones sonoras de la
geografía. Hasta qué punto afirmaciones de este tipo son demostrables y audibles
en la obra resultante puede ser tema de controversia. ¿Es posible oír en la
música lo que el compositor nos dice en palabras? ¿O sólo podemos, a lo
sumo, transferir un significado verbal a las notas musicales, superponiendo en
un acto de empatía receptiva un mensaje hablado o escrito a otro tocado o
cantado – como diríamos en lenguaje llano, “nos dejamos sugestionar”? Si alguna
vez ha habido una oportunidad para cerciorarnos, estos dos conciertos ha sido las mejores ocasiones hasta ahora.
“Cerciorarse” es mucho
pedir, me parece. Hablando de una cuestión de estética musical, resulta claro que
no estamos pesando ideas por kilo ni midiendo sonoridades por metro. La estética
elude la cuantificación. Las pesquisas en este campo rara vez producen la certidumbre
de una confirmación, una cifra, un sí o un no, un pulgar hacia arriba o hacia
abajo. Cierta medida de subjetivismo viene envasada de origen, por ejemplo cuando
Villalpando nos dice en 1992 “La
intención mía no es describir los paisajes, sino los estados interiores que la
geografía propone y que son los que nos identifican a los bolivianos, porque
estamos hechos de la misma tierra”. Si de
estados interiores se trata, será muy difícil demostrarlos, confirmarlos o medirlos.
Pero si esos estados interiores son comunes a todos o una buena parte de los
bolivianos estos conciertos habrán sido, en verdad, una excelente oportunidad para
contemplarnos colectivamente en el espejo. Y aunque nos falten los pesos y las medidas
necesarios para cuantificar el resultado, tal vez podamos establecer la
existencia de estados que nos identifiquen como bolivianos, o tal vez podamos asir
o intuir esa tierra de la que todos estamos hechos. ¿Se podrá? Veamos.
Integraron el
programa cinco obras que abarcan un lapso de medio siglo de la carrera del
compositor, de los años setenta del siglo pasado a la década presente. El
programa impreso no informa los años de composición, pero más o menos sabemos
que Mística No. 5 data de mediados de la década de los setenta (yo toqué
en su estreno), que Las transformaciones del agua y del fuego en las montañas
es de 1991, que el Concierto para violín y orquesta es de 2010 y que Música
para orquesta VII es un estreno. La amplitud de esa curva ofrece una vista
panorámica, permitiendo identificar ciertos factores de evolución y cambio y
otros de constancia.
El trabajo
textural es uno de los factores constantes. En cada una de las obras hay
pasajes enteros basados en acumulación de líneas melódicas persistentes o
repetitivas. La multiplicidad de estas líneas y a veces la cercanía de registro
entre ellas producen una densidad que hace imposible escucharlas separadamente,
como uno podría intentaría escuchar, digamos, un contrapunto a cuatro voces. Estas líneas
se conglomeran en un bloque sonoro denso, evidentemente diseñado para ser percibido
como una sola maraña, enjambre o tumulto. Del interior de ese tumulto a veces resalta alguna
melodía atrayendo atención a sí misma, para luego volver a confundirse en su
maraña de origen. Una característica de estas texturas es que, al sobresalir una línea individual, lo más probable es que ella revele que se trata
de un tema folclórico. No una cita de canción o danza conocida, sino una idea
original – algún guijarro, pepita o joya del arroyo al parecer inexhaustible de
invención folclorizante del compositor de Mina Alaska.
A veces los
bloques son estáticos y las cuerdas mantienen una misma nota formando entre
ellas un acorde no siempre descifrable, una sonoridad a medias conocida que, inesperada
en un contexto no familiar, produce el efecto que Stockhausen compara a “una
manzana en la luna” cuando habla de su Kontakte.
Música para
orquesta II abre con una
variación de este procedimiento de bloques. La sonoridad estática de las
cuerdas se vuelve granulada por la intervención del pizzicato de los segundos
violines y luego se le suman destaques y abultamientos causados por los
crescendos en los cellos y en algunos vientos. El efecto es el de un estatismo
que cobra vida en virtud de una energía interior, centrífuga. Los fragmentos de
melodía, de armonía arcaica o de pulsación percutida se suceden con autonomía,
como imágenes inconexas en un filme de acción cuyo hilo conductor es,
precisamente, la banda de sonido.
El Concierto para
violín y orquesta de cámara sorprendió con el lirismo inicial de sus frases en
la cuarta cuerda – esa zona proverbial de expresividad romántica en el violín. Florituras
nerviosas de las maderas dieron paso a la primera de una serie de cadenzas
del violín, de carácter predominantemente pensativo. Tanto las frases y
texturas de las cuerdas como las cascadas juguetonas en las maderas ("animalillos
silvestres", pensé) parecieron evocar a ese otro paisajista de la orquesta, Jean Sibelius.
En el segundo movimiento, figuras en quintillos de la orquesta propulsaron un
mayor dinamismo kinésico al que reaccionó el solista con acciones más atléticas,
tal vez las únicas ráfagas de virtuosismo convencional en el violín. El tercer
movimiento, en una métrica de siete corcheas (en este caso 2/4 + 3/8), describe
el avance gradual de un motivo procesional o dancístico migrando de las cuerdas
bajas al solista, luego a un tutti de cuerdas (todas las cuerdas), luego
a los timbales y luego a un tutti general. Un pasaje de vitalidad rítmica
propulsiva liderada por el piano, a la que el solista tuvo alguna dificultad en
ajustarse, generó el ímpetu necesario para llevar el motivo principal a un clímax
conclusivo. Jiri Sommer tocó sus solos con bello tono y elegancia de fraseo. Más
arrojo en los momentos de acción y mejor sincronización rítmica con los
elementos metronómicos harían de su versión algo completamente gratificante.
Ya que esta reseña
sigue el orden del programa y que en este punto se produjo el intermedio, me
permito un paréntesis yo también, a manera de interludio para estirar las piernas. El Centro Sinfónico representa un
avance abismal comparado con las condiciones precarias en que trabajaba la OSN cuando
yo la integraba en los años setenta del siglo pasado. La logística, la
puntualidad y el profesionalismo de la presentación han mejorado notoriamente. Empero,
sorprende que el ambiente de estas funciones haya sido tan apagado y opaco, más
como el de un evento alternativo o marginal que como el de un concierto de temporada
de una institución artística oficial de un país. La publicidad no estuvo a la
altura de la ocasión; merecía una difusión más amplia. ¿Por qué yo, por
ejemplo, pese a haber estado atento a la información en internet y en dos periódicos
impresos, no me enteré del programa del coloquio y sus horarios con la
anticipación debida? ¿Por qué, contando con un buen espacio y, al parecer, personal,
no había un café o bar donde esperar el inicio y disfrutar del entreacto? No me
digan que es una frivolidad mía echar de menos la bebida caliente en la fría noche
paceña, el espacio amigable donde comentar el concierto con otros miembros del
público y tal vez con algún músico que se aventure a salir a compartir. Ese lugar
y ese momento eran parte de la experiencia de ir a un concierto en otros
tiempos y lo sigue siendo ahora en otros entornos. Cierto, lo conciertos de antes eran en el Teatro Municipal, pero no veo por qué el Centro Sinfónico deba ser más austero (para no mencionar que la última vez que fui al Municipal tampoco había café abierto). ¿No tiene café el Centro Sinfónico? ¿O lo tiene, pero no abrió
para estos dos conciertos? Sería preocupante que hagamos sentir al público menos bienvenido y menos cómodo, precisalmente ahora que los conciertos clásicos enfrentan feroz
competencia de los centros culturales y locales que sirven bebida, comida y cultura. Sin
discutir con los que afirman que la música es una experiencia espiritual, sostengo
que somos seres sociales y de carne y hueso y que merecemos distraernos y
fortificarnos entre periodos de concentración intelectual. Cierro paréntesis.
Mística No. 7 es una pieza postmoderna escrita por lo
menos diez años antes de que este término se extendiera en el vocabulario descriptivo
de la música. Por un lado, Villalpando construye un modernismo aleatorio, sin métrica
ni sincronización fijas, basado en melodías de corte folclórico. Por otro lado,
a partir de la cadencia inaugural, puntúa su discurso una y otra vez con un
gesto que proclama desafiantemente la supremacía de la tonalidad, una cadencia
que resuelve en Sol menor o a veces en Sol mayor. El contraste entre los dos
recursos podría resultar jocoso, pero el efecto es más bien triunfal: “¡viva la
tonalidad!” parece decirnos, “ella está aquí para quedarse, y todo el
modernismo europeo es una especulación teórica que puede lograrse con igual o
mejor eficacia sin pretensiones atonales, usando materiales de la calle, del
campo y de la montaña.” En 1975 este planteamiento hecho música, aunque no
se lo articulara con las palabras antedichas, tuvo un impacto electrizante. Emociona
ver que medio siglo después esta música no ha perdido su fuerza. Es justo apuntar
que una parte de esa fuerza la generó la dirección de Cergio Prudencio, quien
fue preciso y enfático en las cadencias y buen calibrador de los solos en las
secciones aleatorias. El solo de bongos, en particular, inyectó energía a un
pasaje que fácilmente podría caer en un letargo repetitivo.
Música para
orquesta VII despliega la
audacia que viene con la madurez. En este caso la audacia radica en tomarse tiempo
para dejar que fluyan y respiren desnudas líneas de gran simplicidad, sin acompañamiento
ni ornato. Las texturas se simplifican hasta un extremo monástico. Un unísono en
crescendo de las cuerdas se convierte en un motivo de repetición y
desarrollo – (“lonjas” es la palabra que
se me vino a la mente, por lo físico del movimiento de los arcos en sus crescendos
reminiscente del corte de un cuchillo largo o espada.) Pronto ingresó en flauta
y clarinete un motivo de simplicidad pastoril, campestre, berlioziana, y al mismo
tiempo casi litúrgico. Esta conjunción de elementos le da a la música un aire
de transparencia y limpidez, que se mantiene aun cuando por un momento desciende
por las tinieblas de las cuerdas y vientos bajos, antes de que el corno entone
una vez más el motivo litúrgico-pastoril con una reverberación trémula de los
cellos.
La obra final fue
Las Transformaciones del agua y del fuego en las montañas. Giros melismáticos
en torno a una nota se acumulan en canon hasta enmarañarse con cierta densidad
de la que nos saca el ya conocido acorde estático de cuerdas. La textura evoca
a Lutosławski por su densidad inquieta, en este caso puntuada por el reloj ominoso
de un pizzicato de los contrabajos. Una textura de violines parece aleatoria
pero luego se muestra predeterminada al configurarse en acordes organizados.
Un unísono de los
metales crece hasta resolver en un golpe percusivo; de éste emerge una pulsación
en la percusión que desde ahí cabalga impertérrita, aferrándose a su propio
dinamismo en franco contraste con la maraña de los violines y el lánguido melisma
de los cellos.
La percusión palpita
con ímpetu que crece hasta llegar a dominarlo todo, incluso por encima del diálogo
pentatónico fortissimo de los metales, y por encima de la acción unánime
de la masa de cuerdas, cuyo esfuerzo ya sólo se ve y no se oye – tal es la
potencia que arremete desde la percusión.
Semejante energía
podría resolver en el clímax resolutorio que se esperaba, pero lo que ocurrió
es que una textura no armónica de las cuerdas bajó la intensidad, dando paso a
un unísono orquestal y luego un silencio inesperado – tan inesperado que la
primera noche el público aplaudió creyendo haber llegado al fin. Evitando el
efecto seguro de un cierre fortissimo, la obra cerró con un susurro, un
sortilegio final casi secreto marcado por trémulos violines.
En la segunda
función más que en la primera, una larga ovación del público aclamó el triunfo
creativo de Alberto Villalpando. Lo saludo yo también desde estas líneas,
aplaudiendo también el trabajo de la orquesta, que tocó con esmero y
profesionalismo. La orquesta se desenvolvió con soltura, mostrando buena preparación y grandes mejoras en todas las secciones. (¿Cón qué la comparo? La verdad es que no recuerdo cuándo fue la última vez que la oí, pero ahora la oigo mejor.). Cergio Prudencio dirigió con claridad y autoridad, con un enfoque
didáctico que mostraba a la orquesta y al público la función estructural de
cada gesto y pasaje.
¿Y? ¿Se ha demostrado
que la geografía suena? ¿Se han descrito “los estados interiores que la geografía
propone”? ¿Nos hemos sentido identificados como bolivianos por estar hechos de
la misma tierra? Al igual que la referida formulación de Villalpando, estas
preguntas están cargadas de subjetividad. Cualquier respuesta tendría que ser
también subjetiva y exenta de la obligación de demostrarse. Eso es lo
frustrante de toda discusión estética, y más aún en el campo de lo que se
denomina en el mundo anglosajón “teoría crítica”. Se puede afirmar casi cualquier
cosa o la contraria, y nadie exigirá demostración porque exigirla sería
exponerse al escarnio de que nos falta imaginación, o profundidad, o sutileza
intelectual.
Pero este programa
sinfónico propone una tesis, y la tesis proviene del propio compositor, y debería
ser posible reaccionar con algo más que una genuflexión de silencioso respeto. El
respeto en este caso no debería ser el silencio, sino al contrario, la discusión
y el cuestionamiento.
Literalmente
hablando, afirmar que “la geografía suena” plantea una situación en la que al presenciar
un paisaje se oye una música que emana de ese paisaje. Creo que muchos hemos
vivido algo parecido a la primera parte de esta propuesta – oír música al contemplar un paisaje (y hablo
de oírla en la mente y no en un dispositivo electrónico). La segunda, afirmar que
esa música proviene o emana del paisaje, requiere cierto acto de imaginación poética,
y la frase de Villalpando puede considerarse una metáfora. Creo que se puede razonar
de este modo sin provocar demasiada controversia. Así como “la belleza está en
el ojo del que mira”, estaríamos diciendo que “la música está en el oído del
que escucha”.
Empero, más allá
de esa metáfora ¿qué ocurre si el paisaje efectivamente suena, es decir, si hay
sonidos que provienen física y audiblemente de la geografía? En tal caso hace
falta menos imaginación y más atención auditiva. ¿Qué es lo que oiríamos? En un
entorno rural podríamos oír viento en los árboles, viento en las montañas, lluvia
sobre piedra, lluvia sobre agua, un río, una cascada, tal vez correteos, aleteos y
graznidos de la fauna del lugar – una infinidad. En una geografía urbana tendríamos
bocinas, máquinas, motores, voces, tal vez, redundantemente, música – otra infinidad.
Una muestra de estas dos geografías sonoras es lo que nos muestra Villalpando
en una obra que no fue parte de este programa, Música para orquesta I.
Music is
sounds heard nos dice John
Cage, “la música es sonidos escuchados”. Desde esta perspectiva, lo único que
hace falta para que haya música es la actitud de escuchar sonidos con la intención
y atención con la que se escucha música, es decir, un escuchar comprometido y activo
que por lo demás es requisito de toda percepción musical. Ni siquiera hace
falta sonido, ya que la música es ubicua y para el que sabe escuchar hasta el
cuerpo propio tiene vida audible – un tono alto el sistema nervioso, un tono bajo
el sistema circulatorio. Cage lo probó en una cámara anecoica. “No necesitamos
preocuparnos por el futuro de la música” añade Cage con un guiño.
Suenan los
sonidos, por obvio que sea decirlo. Con una combinación de habilidad y
creatividad, el compositor puede representar esos sonidos con los recursos
musicales a su disposición, sea orquesta, voces o grupo de cámara. Villalpando
lo hace en Música para orquesta I, y, con sólo unas pocas palabras de
estímulo a la imaginación, sus oyentes reconocemos o imaginamos la realidad
sonora que nos retrata, en este caso los sonidos de La Paz oídos desde la
hondonada de Llojeta en 1974.
Pero ahí no se
acaba la experiencia. Más allá de una representación evocativa de los sonidos
audibles, Villalpando nos transmite una actitud, aquella actitud estética que propone
Cage, sólo que Villalpando, además de escuchar, compone (com-pone, pone juntos),
organiza, orquesta y nos transmite sus “sonidos escuchados”. En su organización
de esos sonidos Villalpando comparte una manera de escuchar, una intensidad de
percibir, una o muchas posibilidades de interrelacionar los sonidos y sus fuentes,
sus asociaciones y sus evocaciones. Y, por supuesto, no todos los sonidos son
atribuibles a una realidad telúrica o, dicho más crudamente, no son copias de
sonidos reales. Muchos son ecos, reflexiones, reacciones, comentarios sobre lo
que se ve y se escucha. Una nueva esfera de meta-sonido más cercana a la música
pura que al “sonido escuchado”. Una vez hecho el vínculo – y lo ha hecho el
compositor, y nos lo ha dicho, y al decírnoslo lo ha creado en nosotros también – esta nueva esfera es inseparable de la primera.
La música que nos ofrece Villalpando es no sólo los "sonidos escuchados" sino también la música que ellos producen. Esta esfera, a mi entender, es lo que Villalpando denomina “estados
interiores que la geografía propone”.
He dado un rodeo
por una obra que no figuró en el programa de la OSN con el propósito de
identificar más fácilmente eso que estoy llamando “nueva esfera”, ese ámbito
sonoro que no copia sino que reverbera, refleja, reacciona o comenta sobre la
geografía.
Quiero afirmar
que todas las obras que figuraron en el programa pertenecen a esta “nueva esfera”.
No se oyen copias ni imitaciones, pero sí ecos, reflexiones, reacciones y comentarios.
¿Cómo sabemos que se refieren al paisaje andino? Sería admitir una
insuficiencia expresiva de la música decir que sólo lo sabemos porque el
compositor nos lo ha dicho con palabras. Aquí hay más que palabras: hay melodías que
resuenan culturalmente como andinas. Hay bloques de textura que resisten modos
de escuchar convencionales como “seguir la melodía” o “identificar el acorde”,
empujándonos más bien hacia otro tipo de intento, más parecido a “ver” que a “escuchar”:
Villapando nos convoca a aceptar la presencia del bloque como una realidad que
está ahí, maciza, móvil pero inamovible. La analogía con rocas, montañas, ríos
y planicies es difícil de resistir, prácticamente ineludible.
En el contexto de
discurso regido por la textura, surgen los ejemplos pertinentes de Xenakis y
Niculescu. Especialmente útil para contextualizar a Villalpando es Niculescu,
rumano, a cuya heterofonía se le atribuye una ancestralidad que se remonta a los
dacios, tracios, macedonios e ilirios de los Cárpatos y Balcanes en el siglo I.
Textura musical, región, cultura e historia entrelazados. Será interesante explorar
este tema cuando haya oportunidad.
A diferencia de
las referencias de Niculescu a los dacios de la antigüedad, Villalpando no nos habla
de quechuas, aymaras, o chipayas. Esto podría dar la impresión de que su
actitud creativa es la del individuo solo frente al paisaje andino en un
presente sin historia y sin la compañía de una cultura ancestral. No es así. Hablar
de “bolivianos” podrá parecer historia breve en términos de ancestralidad, pero
Villalpando invoca pasados y ancestros no con palabras, sino con melodías. La
danza procesional que protagoniza el finale del Concierto para violín; las
múltiples pentafonías de Mística No. 7; La memorable tarkheada de
la Cantata de homenaje de 1975 (que tampoco fue parte de este programa
pero viene al caso). Éstos son ejemplos de un telurismo atávico que denota
demostrablemente (procesión, danza) una presencia comunitaria. Si Villalpando
no declara atribuciones de tiempo o lugar, podría estar guardando la discreción
que guarda Stravinsky sobre el origen lituano de las melodías de La
consagración de la primavera. En el caso de Stravinsky, comentaristas como
Gerard McBurney han atribuido su discreción a motivos poco honorables. McBurrney
afirma con contundencia que el material que hace pasar Stravinsky como evocaciones
de una antigüedad primigenia y precristiana fue en realidad recogido sin mayor
esfuerzo de un álbum o florilegio ya impreso de canciones y danzas lituanas. En
el caso de Villalpando, el hecho de que no dé atribuciones con nombre y
apellido a sus melodías indígenas creo que se debe a que no
hay atribución posible, porque las melodías son suyas y él las ha conjurado en una
observación empática del paisaje y sus habitantes.
Quizás haya yo
enfatizado desproporcionadamente las texturas de Villalpando y quizás eso sea por mi
interés especial en este parámetro. Demás está decirlo, no es que no haya melodía
en Villalpando; sí la hay, pero a menudo su brevedad, su repetición y su migración
por la orquesta la despersonalizan como melodía y la vuelven una señal, tótem o
bandera, un motivo emblemático de algo que no está presente, acaso una evocación
cultural, histórica o – por qué no – geográfica. El motivo principal de Música
para orquesta VII me parece un buen ejemplo.
Algo parecido
ocurre con el ritmo. Eficazmente desplegado en todas las obras, especialmente
en los bongos y el piano, el ritmo se hace totémico en virtud de la repetición,
la migración de una sección a otra y, en el caso especial de Las
transformaciones del agua y del fuego en las montañas, en virtud de la acumulación energética
de un crescendo repetitivo.
Nos queda la
colita, el segmento final de la postulación de Villalpando, el que se refiere a
“los estados interiores que la
geografía propone y que son los que nos identifican a los bolivianos, porque
estamos hechos de la misma tierra”. Se puede
dudar, y yo dudo, que estas palabras de 1992 pudieran haber sido escritas en la
Bolivia del Estado Plurinacional, en la que la diversidad étnica y cultural se reconoce
y proclama y el andinocentrismo es vigorosamente cuestionado. Dejo de lado la
pregunta de si la frase significa que los bolivianos estamos hechos de la misma
tierra que la geografía, o si significa que los bolivianos estamos hechos de la
misma tierra que todos los otros bolivianos. Creo innecesario – aunque no
carente de interés – distraernos con eso.
Lo que sí tiene
importancia, en cualquiera de las dos acepciones de la frase, es la afirmación
de una identidad boliviana y de un lazo de ésta con la geografía. ¿Cuál de las identidades?
cabe preguntar ¿y cuál de las geografías? Yo sospecho que en 1992 estas
palabras eran una aspiración más que una aseveración, quizás un giro retórico
para remachar la idea, y que tres décadas más tarde la idea no ha mantenido la misma
vigencia que la música.
Ha habido otros
compositores cuya obra se considera indisolublemente ligada a la geografía de
su país de origen. Jean Sibelius es uno de ellos, quizás el que ha alcanzado
mayor universalidad. No tengo datos estadísticos, pero es lógico presumir que
son muchos más los que conocen y aman la música de Sibelius que los que conocen y aman la
geografía de Finlandia. En cuanto a la identidad finlandesa, ése es un tema muy
poco discutido en estas latitudes. ¿Deberíamos estudiarlo más para entender
mejor la música de Sibelius? ¿O, a la inversa, al escuchar la música estamos ya
empezando a comprender algo de esa identidad? No sé las respuestas a estas
preguntas, que considero secundarias, pero sé que me siento identificado y
representado en la música de Sibelius, y defenderé mi derecho contra cualquier
intento de provincializar esa música dentro de las fronteras de Finlandia o de marginarme
a mí del foro de sus oyentes por no ser finlandés.
El estatus emblemático
de Villalpando está ya fuera de toda duda. Él es el compositor más
representativo de Bolivia. En su larga carrera él ha perseverado en la búsqueda
de modos de expresión que den voz a la geografía de la región altiplánica. Los
conciertos recientes de la Orquesta Sinfónica Nacional mostraron que lo ha
logrado con un alto grado de realización artística. Los espectadores presentes
mostraron sus reconocimientos, reconociendo al compositor en la efusividad de
sus reacciones y reconociéndose a sí mismos – nosotros mismos – al dejar que la
música infunda ese brote de efusividad. La primera noche había tres españoles sentados a mi
lado. Escuchaban con mucha atención y comentaban entre ellos con interés. No cometí
la indiscreción de escuchar lo que decían, pero dudo que hayan estado sacando
conclusiones sobre la identidad boliviana. Bolivianos escuchando a Sibelius,
españoles escuchando a Villalpando, me atrevo a decir que todos estamos hechos
de la misma tierra. La música habla por sí misma. Unas cuantas palabras de
orientación pueden hacer una gran diferencia, pero más diferencia hacen las
evocaciones y enlaces que la propia música desata y vuelve a atar.
No pretendo haber demostrado con lógica irrebatible que Villalpando evidencie en sus obras que “la
geografía suena”; no sé si tal demostración sea posible. Pero espero haber
aportado una adhesión y una corroboración de que esa propuesta la sustenta su
trabajo con la consistencia y el rigor necesarios para que la aceptemos como válida. Pese a que más arriba expresé frustración con las afirmaciones
inverificables, sé que he incurrido en algunas yo mismo. Espero haberlo hecho
con mayor sustento crítico que una genuflexión laudatoria, como habría sido fácil
hacer movido por el cariño y respeto que merece esta figura capital de
nuestra música.