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08 September 2017

Proyecto orquestal Laredo 2017

Dos semanas en Cochabamba


(To my anglophone readers: the following is an outline in Spanish of the project I undertook in my native city, Cochabamba, in August 2017. Invited by Instituto Laredo, I spent two weeks discussing curricular ideas and preparing a concert of the Symphony Orchestra of Instituto Laredo. The concert took place on 24 August to a capacity audience of around one thousand. With many others, I consider the project an undiluted success.)



Invitado por el Instituto Eduardo Laredo, tuve el gusto de trabajar en mi ciudad natal durante la segunda mitad de agosto de 2017. Es la época habitual de las vacaciones con la familia, así que hube de apelar a la comprensión familiar para acordar una vacación sin mí. Así es que la familia se fue a Niza, yo me fui a Cochabamba.

Los términos de la invitación eran 1) analizar las mallas curriculares actuales y futuras y formular juicios constructivos con miras al establecimiento de ciclos de educación superior en el Instituto Laredo, y 2) preparar y dirigir un concierto con la Orquesta Sinfónica del Instituto Laredo. Ambos aspectos tienen su trasfondo que vale la pena mencionar.

En lo curricular, el proceso ahora en curso es la realización de una idea largamente acariciada por el fundador del Instituto, Don Franklin Anaya Arze (1912-1998), quien me había explicado muchas veces su ambición de instituir una carrera de música en el seno del Instituto. Don Franklin veía en esta idea la continuación natural del trabajo lento y arduo que ya se realizaba, el de proveer una educación integral artística, humanística e intelectual, y como conducto para canalizar el talento de los que desearan seguir una carrera musical.

Han tenido que pasar muchos años para que se pueda hacer un avance tangible en este proceso.    Don Franklin ya no está con nosotros, pero el actual director, Franklin Anaya Giorgis, enarbola la causa con la convicción y energía necesarias para llevar a efecto los planes.

El proyecto de educación superior en el Laredo no ocurre en un vacío; ha habido antes programas comparables en Bolivia. Dada mi larga ausencia del país no tengo la visión más completa de los avances realizados, pero puedo mencionar que el Taller de Música de la Universidad Católica (La Paz) produjo dos promociones de licenciados en música separadas por 25 años, con menciones en dirección y en composición. El Conservatorio Nacional, también en La Paz, ha consolidado sus atribuciones de titulación, estando ahora facultado para otorgar títulos de licenciatura. En Cochabamba, la Universidad Mayor de San Simón ha instituido la carrera de música que otorgará “Licenciatura en Música con Mención en Gestión de la Educación Musical Orquestal y Coral.” Tuve el gusto de dar dos clases allí el año pasado y encontré a un grupo dinámico y entusiasta liderado por Luis Moya y Giovanni Silva y grandemente fortalecido por la presencia eminente de Alberto Villalpando y de figuras más jóvenes y sólidamente formadas como Hugo de Ugarte y Bertha Artero.

Lo que se quiere hacer en el Laredo es distinto de lo que se ha hecho o intentado hacer antes. Aun en un caso óptimo en que los programas actuales continuaran y los anteriores resucitaran, el proyecto Laredo los complementaría muy bien, ya que se trata de un programa de estudios de interpretación orquestal, para el cual el Instituto tiene la experiencia y la infraestructura necesarias. Pero no nos precipitemos. Hay mucho trabajo preparatorio que hacer antes.

En mis conversaciones con los profesores del Instituto Laredo pude informarme de los contenidos y modalidades de enseñanza en los ciclos primario y secundario. Los planes para el ciclo superior están ya avanzados y fue posible analizarlos en detalle. Los indicios actuales permiten abrigar grandes esperanzas en este proyecto y desearle al Instituto Laredo mucho éxito, por el bien de las juventudes musicales bolivianas.

En cuanto al componente orquestal de mi trabajo en Cochabamba, el trasfondo es largo pero lo resumiré. Es sabido que en 2010 trabajé con los coros y la orquesta del Instituto Laredo para el reestreno de mi Misa de Corpus Christi. La orquesta había sido preparada por Augusto Guzmán - quien además había sido uno de los promotores de la idea - y yo sólo tuve que dar los últimos toques. En aquella oportunidad acordamos que yo dirigiría el estreno en El Campo y Augusto Guzmán el concierto en Tarata. Ambos estuvieron repletos y fueron muy bien recibidos. Posteriormente hubo otras presentaciones de la misa en mi ausencia, dirigidas por Augusto Guzmán.

Pasó el tiempo y cuatro años después, en 2016, estuve tres meses en Cochabamba, componiendo una obra para Juilliard[1]. Mi presencia en el Laredo fue privada más que profesional, siendo la prioridad mis labores de padre de familia. Pero asistí a un par de ensayos orquestales con la idea de diagnosticar la factibilidad de que se interpretara alguna obra mía, a sugerencia del Director del Instituto. Escuché a la Orquesta Juvenil, que estaba siendo preparada por la profesora Noemí Uzeda; estando esta orquesta en una fase inicial de su conformación (era febrero o marzo, a pocas semanas del inicio del año escolar) me pareció que sería insensato imponerles el reto de una obra contemporánea. Y escuché a la Orquesta Académica, que estaba siendo preparada por Miguel Ángel Salazar. Esta agrupación me impresionó por su disciplina y solidez técnica. Era evidente que se trataba de un grupo selecto de alumnos trabajando junto a profesores instrumentales. Con esa orquesta se habría podido hacer algo nuevo, pero ellos se estaban preparando para otro proyecto importante y no habría sido responsable distraerlos. 

La misión que se me propuso para agosto 2017 era la de trabajar con un grupo grande que reuniera a la Orquesta Juvenil y a la Orquesta Académica, con la finalidad de elevar el nivel general del trabajo orquestal en el Laredo. No era una misión fácil, dado el poco tiempo disponible y la disparidad de niveles de los participantes. La primera dificultad fue escoger un programa que retara a todos sin desmoralizar a los menos avanzados. El programa fue tema de detalladas discusiones a distancia con un grupo de profesores en el que los interlocutores activos, además del Director, eran Álvaro Cadima, Noemí Uzeda y Miguel Ángel Salazar Hidalgo.

Ellos me aseguraron que se realizaría un trabajo intensivo antes de mi llegada, con los vientos a cargo del Profesor Cadima y con las cuerdas a cargo de la Profesora Uzeda.  A mi llegada supe que también se habían realizado algunos ensayos generales con el profesor Augusto Guzmán.

Otros factores en la gestación del programa fueron la presencia en el proyecto del joven violinista Andreas Siles Mellinger, a quien todos deseábamos incluir como solista, y la influencia benévola de Miguel Ángel Salazar Hidalgo. Andreas Siles, exalumno del Instituto Laredo y actual estudiante de música en la Universidad de Viena, ha sido objeto de mi interés por algún tiempo, desde aquel día de 2010 en que un niño de diez u once años se me acercó para pedirme que le oyera tocar el violín y me impresionó con su capacidad y convicción precoces. Este joven talento ha ido desarrollándose hasta alcanzar un grado de profesionalismo que permite esperar grandes cosas para su futuro. Con él se discutieron distintas ideas de programación. La elección del Triple Concierto de Beethoven fue posible gracias a los buenos oficios de Miguel Ángel Salazar, cuyos contactos y alianzas permitieron asegurar la presencia de los otros dos solistas.


Inicié ensayos con las cuerdas el 14 de agosto y con los vientos el 17. Encontré a un grupo altamente motivado, resuelto a trabajar y muy receptivo a las indicaciones. La prevista disparidad de niveles era evidente y en su momento me causó preocupación. Llegué a dudar si la Octava Sinfonía de Beethoven había sido una elección sensata. Pero una vez emprendido el viaje, la única dirección posible era adelante, y así lo entendieron mis jóvenes colaboradores. Ninguno de ellos, ni estudiantes ni profesores, daba visos de dar marcha atrás. El reto era grande, pero el equipo se mostraba resuelto. Trabajamos hora tras hora, día tras día, muchas veces hasta el agotamiento. Éste era visible en los brazos acalambrados, en los ojos rojos y en los bostezos que se veían aquí y allá, sobre todo en los días finales. Pero más visibles eran el entusiasmo y el esfuerzo por mejorar. Nunca hubo señales de desaliento ni de desconcentración. Los jóvenes músicos practicaron, los profesores supervisaron y ensayaron junto a sus pupilos, y Miguel Ángel Salazar, además de hacer ambas cosas, se constituyó en director asistente, brindando su oído atento y observaciones juiciosas. Todos trabajaron, persistieron y, cuando hubo dificultades, lucharon. El resultado, como no podía ser de otra manera, es que vencieron sus dificultades, avanzaron, y llegaron lejos. El progreso fue sencillamente deslumbrante.


Si me cuesta abstenerme de señalar casos específicos es porque la distancia recorrida en este trayecto no fue la misma para todos. Aquellos que en un comienzo me habían parecido inseguros, poco preparados para emprender una sinfonía de Beethoven, pero que al cabo de una semana de trabajo sin descanso los vi tocando esa misma sinfonía seguros, resueltos, absortos en un trance de concentración, ellos merecen mi especial respeto. No los nombro, pero ellos saben quiénes son. ¿Tienen ellos más mérito que los otros, los que fueron solventes desde un principio, pero que con la disciplina y el esfuerzo que pusieron lograron también llegar más lejos - yo diría bastante más lejos - del punto de partida? Pregunta ociosa, quizá. No es necesario hacer distinciones. Todos avanzaron, todos lucharon, todos evolucionaron notoriamente a lo largo del proceso, y todos participaron con pasión en un concierto en el que vibró la energía de la juventud.


La noche del concierto en el Hotel Cochabamba el salón, con capacidad para más de mil personas, se veía lleno. El público de Cochabamba fue atento y generoso. Los jóvenes músicos mostraron que las horas y los días de trabajo no habían sido en vano, concentrándose para rendir todo lo máximo que su preparación permitía y desenvolviéndose, en suma, como verdaderos profesionales. Fue motivo especial de orgullo ver y oír a Andreas Siles Mellinger como solista junto una de las pianistas más destacadas del país, Adriana Inturias Villarroel, y junto a un cellista colombiano, Santiago Bernal, cuya carrera se asemeja a la del mismo Andreas Siles. Los tres se mostraron a la altura del gran desafío que constituye el Triple Concierto de Beethoven. En la Octava Sinfonía la orquesta realizó lo que se esperaba de ella, tocando con aplomo y energía, recreando el carácter vibrante, transparente y atlético de una obra que, aunque compuesta por un hombre de 42 años, rebosa de entusiasmo juvenil, frescura y humor. 


La idea de reunir a la Orquesta Juvenil con la Orquesta Académica para crear una superorquesta del Instituto Laredo resultó, en mi evaluación, un éxito. Gracias a una convergencia de programas de trabajo que hasta entonces habían funcionado por separado y con contenidos distintos, y gracias al espíritu colaborativo de sus profesores y estudiantes, el Laredo se adjudicó un triunfo. Así lo quise resaltar en mis palabras previas al concierto. Algunos asistentes interpretaron que al decir eso yo discriminaba entre los alumnos, una interpretación sorprendente que felizmente, según he podido establecer, no fue una percepción generalizada. Estando yo, como estaba, intensamente enfocado en la música que iba a dirigir, es muy posible que haya escogido palabras que no fueran las mejores. Respeto el parecer de las personas que me hicieron llegar su preocupación, pero estoy seguro de no haber dicho lo contrario de lo que quería decir, ni lo contrario de lo que mis actos demostraban.


El éxito es bueno en la medida en que causa felicidad e impulsa el progreso. El éxito del proyecto orquestal Laredo 2017 causó felicidad a muchos; lo sé porque vi sus caras, oí sus palabras y sentí el ambiente de triunfo colectivo. Todos los involucrados están orgullosos de lo que han conseguido, y si hay alguno que no lo esté debería estarlo. Cerrar los ojos al éxito y las causas del éxito sería un error que innecesariamente mermaría la felicidad e injustamente bloquearía el progreso. Este éxito, tal como dije en público, se debió al espíritu de unidad y colaboración que animó el proceso. Fue un triunfo de todos los participantes. Se lo puede repetir con otro líder, pero no con otro espíritu. 
















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[1] https://www.juilliard.edu/ -- https://www.facebook.com/TheJuilliardSchool/

12 September 2010

Misa de Corpus Christi


Esta obra fue escrita en 1977 y 1978. Su estreno fue el 20 de junio de 1978 en el Teatro Municipal de La Paz, a cargo del coro Niños Cantores del Valle, la Sociedad Coral Boliviana y la Orquesta Sinfónica Nacional de Bolivia, bajo la dirección del entonces veinteañero compositor. El solista fue un miembro de la Sociedad Coral, David Campuzano. Hubo tres presentaciones en días consecutivos, la tercera en la Iglesia de San Pedro.


En septiembre del mismo año, la Misa se presentó en el Teatro Municipal de Tucumán, Argentina, como parte del Septiembre Musical Tucumano. El coro mixto fue la misma Sociedad Coral, que aguantó un viaje largo y polvoriento por los caminos del Altiplano boliviano y el norte argentino. Los niños fueron los del Coro de Enseñanza Básica de la Provincia, y la orquesta fue la Orquesta Universitaria de Tucumán, con refuerzos de la Sinfónica de Bolivia, todos dirigidos por Mario Perusso, quien era entonces director titular de la Sinfónica de La Paz. En todas estas presentaciones la Misa fue recibida con gran entusiasmo del público, los intérpretes y la prensa. La única nota discordante fue una crítica demoledora del Grupo Aleatorio, publicada en Presencia de La Paz. Fuentes fidedignas me revelaron confidencialmente que los dos conciertos en el Teatro Municipal fueron los de mayor recaudación en todo el año 1978.

¿Por qué hablar ahora de esta obra de juventud, presentada hace treinta y dos años y después nunca más? Porque en el tiempo transcurrido han acontecido varias cosas en relación con la Misa de Corpus Christi.

En 1992, aplicando una autocrítica astringente, resolví conservar solamente las obras que pasaran un examen riguroso de calidad y realización técnica. Como resultado, puse en el basurero casi todas las partituras que había escrito antes de 1984. De la Misa de Corpus Christi se salvó sólo el Sanctus. Con el paso de los años he lamentado esta acción, sobre todo al pensar en algunas piezas, hoy irrecuperables, que ahora se insinúan en la memoria con algún valor y originalidad. Una sonata para violín y guitarra, por ejemplo, quisiera haberla oído antes de destruirla. En cuanto a la Misa, la he re-evaluado muchas veces en la memoria, y he llegado a la conclusión de que fue injusto desecharla. Recordando que había sido mi obra de tesis para egresar del Taller de Música de la Universidad Católica, en un viaje a La Paz en 2002 obtuve en préstamo la copia conservada en los archivos universitarios, con la promesa de devolver una partitura confeccionada profesionalmente, ya que la existente era un manuscrito a lápiz.

Gracias a esta partitura prestada revivía para mí una obra que había dado por perdida, que ahora, en un contexto más largo, representaba el momento cimero de mi trabajo en Bolivia antes de mi salida del país. Por eso me resulta inexplicable este hecho: cuando quise ponerme a elaborar la partitura en limpio que había ofrecido a la UCB, no pude encontrar la partitura que me había prestado.

Antes de la popularización de los sistemas computarizados de notación, el objeto físico de la partitura tenía un valor irreemplazable. Mis partituras eran tal vez mis posesiones más preciadas, y ésta, que había echado de menos por diez años y que una vez recuperada ni siquiera era mía en lo material, era sin lugar a dudas un artículo valiosísimo. Era inexplicable que lo hubiera perdido.   

Cuando, unos años después, el director de orquesta cochabambino Augusto Guzmán me propuso presentar la Misa de Corpus Christi en Cochabamba, emprendí otra búsqueda por todos los lugares imaginables en mi casa y en mi oficina, pero sin éxito. Tuve que resignarme a pensar que había perdido por segunda vez la misma obra.

Me quedaba por lo menos una grabación casera, en cassette, del concierto en Tucumán, única prueba tangible de la existencia de mi Misa. Con el hábito celoso de muchos años, guardo todas las grabaciones de mi música juntas en un mismo lugar, y nunca presto originales; son demasiado preciosos para desprenderse de ellos. ¿Cómo explicar, entonces, el que este cassette también, éste sí, último sobreviviente de una serie de desapariciones, haya desaparecido? ¿Qué clase de conspiración era ésta? ¿Una rebelión concertada de los objetos inanimados para demostrarme que la Misa estaba, a fin de cuentas, destinada a desaparecer?

Con la propuesta de Augusto, la Misa y su ausencia adquirían otro tinte, podríamos decir, más social. Tres décadas atrás, Augusto era un niño de primaria, y como tal participó en el estreno de la Misa, en su calidad de miembro del Coro de los Niños Cantores del Valle. El que él, ahora director de profesión, me comunicara su aspiración de montar esta obra en Cochabamba, me mostraba el potencial de la Misa como algo ligado a una generación de laredistas como llamamos a los alumnos y exalumnos del Instituto Laredo. Hipotéticamente hablando, si, como Augusto, hubiera otros que también recordaran haber cantado la Misa y que estuvieran deseosos de volver a cantarla, esta vez en el coro adulto, sería posible atribuir a esta obra un valor representativo que antes yo no había considerado. Si el número de estos exalumnos fuera lo suficientemente grande, podría inclusive hablarse de un movimiento generacional,  para el que la Misa de Corpus Christi representa algo digno de ser revivido treinta años más tarde.

Este razonamiento me llevó a un pensamiento envanecedor y al mismo tiempo vergonzoso: que la Misa de Corpus Christi no me pertenecía sólo a mí. Se la debía a otros, no sólo a la Universidad Católica Boliviana sino a ese grupo indeterminado de coristas perseverantes agrupados en torno al Instituto Laredo. Por lo tanto, puesto que había desechado el original, perdido la copia y extraviado la grabación, era imperativo reconstruirla. 

Para la reconstrucción me basé en una copia parcial del Kyrie, el Gloria y el principio del Credo que había iniciado en 1983, y el original del Sanctus que había eludido la destrucción de 1992. Parte del Credo la tuve que reconstruir de memoria. Cuando le tocó el turno al Agnus Dei, estaba ya en posesión de una copia escaneada de la partitura coral, con las líneas vocales sin acompañamiento, que me había facilitado el Instituto Laredo.

La copia parcial de 1983 era un documento poco fiable. La había empezado a mi retorno del Japón, cuando creía haber aprendido mucho de orquestación y tenía nuevas ideas sobre empastes y otras combinaciones tímbricas que me parecían más actualizadas que la versión original. La copia está, pues, llena de retoques y mejoras de criterio dudoso. Al re-escribir el Kyrie y el Gloria en 2010, por supuesto que después de tantos años no tenía un recuerdo fotográfico del original perdido, pero sí suficiente familiaridad residual de la obra que había ensayado y dirigido tres veces para sorprenderme ante detalles que no reconocía. Intenté, pues, restituir lo que creía que había sido mi intención original, aunque consciente de que iba en pos de una visión elusiva.

La copia parcial termina en el Credo, poco antes de la recapitulación temática con las palabras Et in Spiritum SanctumCuando llegué a este punto del trabajo no había recibido aún la copia escaneada de las líneas vocales, de modo que el tercio final del Credo fue necesario reconstruirlo de memoria.

El Agnus Dei siempre me había parecido el más problemático de los cinco movimientos. Uno de los defectos más claramente recordados era la larga introducción instrumental que pretendía representar la decadencia y el caos de la vida contemporánea. Además de la anomalía de tener un pasaje orquestal extenso en una pieza litúrgica, en lo estilístico esta sección difería radicalmente del resto de la Misa, y su orquestación tenía toques experimentales que en 1978 me habrían parecido innovadores, pero pronto sabría que en realidad le ponían fecha a la Misa, y con varias décadas de retraso. Por eso en 2010, al hacer el esfuerzo de rehacer lo hecho largo tiempo atrás, fue un alivio omitir esa sección orquestal.


De principio a fin, el trabajo de reconstrucción me puso en una posición inusitada de actuar como musicólogo de mi propia música. Las décadas de experiencia me han dado una visión muy distinta de lo que vale y lo que no, pero en este proyecto no se trataba de componer como yo ahora, sino de recrear lo que había creado un mozalbete en 1978. Era imposible reemplazar la música, o partes de ella, con música nueva, porque yo ahora no puedo ni quiero componer una obra con esas características. La música de 1978  era un resultado singular de ese momento y de las circunstancias que le dieron vida. Cualquier intento de reemplazar pasajes imperfectos con otros que concuerden con el estilo de entonces habría sido un pastiche deshonesto. Mi misión, pues, era otra: era copiar lo más fielmente posible la imagen que me mostraban, en primer lugar, la memoria, y, en segundo lugar, las piezas de rompecabezas con las que contaba.

Al desempeñar ese trabajo, experimenté una resistencia interior invencible hacia ciertos acordes y ciertas combinaciones orquestales. Los conozco bien y sé que no funcionan a mi gusto. ¿Qué hacer con ellos? Los paladines del rigor me dirán que habría sido lo más honrado dejarlos como estaban, pero la honradez tiene un límite. Cuando se trata de un producto artístico, las consideraciones primordiales son la calidad y la integridad artísticas. ¿Cómo dejar pasar en una obra propia deslices que a mis alumnos no permito? Cabe recordar que escribí la Misa joven y solo, cuando el Taller de Música se había disuelto y ya no había tuición para nadie. Frente a esta oportunidad de rehacer una obra de juventud ahora que sé diferenciar entre la frescura juvenil, la audacia y la torpeza, sería artísticamente deshonesto dejar pasar la tercera de esas tres características junto con la primera y la segunda: he corregido, pues, acordes y transiciones, y he simplificado orquestaciones que me han parecido demasiado torpes para dejar pasar.

En resumen, la obra que se presentará en Cochabamba el 28 y 29 de octubre es una reconstrucción de la Misa de Corpus Christi de 1978, pero con diferencias importantes. Hay secciones que no pueden ser idénticas porque las he rehecho de memoria. Otras las he mantenido prácticamente intactas, como el Kyrie y el Sanctus en su totalidad, no porque me parezcan perfectos sino porque su estética me resulta ahora demasiado ajena para interferir con ella. El Agnus Dei contiene los cambios más drásticos, forzados por la necesidad de recrear el material orquestal perdido.

Recuerdo un artículo escrito en 1978 por el siempre solidario Ramón Rocha Monroy y publicado en Opinión, bajo un título parecido a “¿Cuándo oirá Cochabamba la Misa de Corpus Christi?”.  Si le hubieran dicho que la respuesta era treinta y dos años más tarde, habría parecido una crueldad, y en cierto sentido lo es. Han sido años de olvido, el cual, después de tanto trabajo empeñado por tantas personas, es cruel. En este último año ha sido difícil encontrar el tiempo para rehacer la obra, y los desvelos han sido crueles también. Pero los giros que ha dado la historia tienen su lado hermoso. Ahora el material está en manos de los elencos artísticos cochabambinos. Además del mencionado Augusto Guzmán, están involucrados Bertha Artero Ponce en la preparación del coro mixto, Judith Carmona en la preparación del Coro de Niños, papel que desempeñara con gran solvencia en 1978, e instigando y promoviendo, el inspirado nuevo director del Instituto, Franklin Anaya Georgis. Y por supuesto un grupo considerable de músicos orquestales y coristas de ambos sexos, adultos y niños.  Veamos cómo les va. 
 

 
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